Como se ha hecho habitual en la última década, perdimos otro torneo beisbolero. Fuimos con el equipo grande, el resto no, pero perdimos. Entrenamos durante varios meses, los demás no, pero perdimos. Ha llegado, otra vez, la “hora del lloro y el crujir de dientes”.
Por supuesto, cada cual tiene sus argumentos para explicar este nuevo fracaso. Y la mayoría de las tesis, porque la derrota no es huérfana, recalan en el manager.
Unos hablan de que no se explotó el ‘juego chiquito’, y de que la filosofía del batazo volvió a hacer su agosto en la novena. Otros apuntan a que se escogió mal el equipo, porque la convocatoria de demasiados pitchers cerró puertas a más jugadores del infield o los jardines.
Hay, también, una legión que pone el dedo en la llaga de la rotación de lanzadores: alegan que no se respetó el ciclo de rigor, y sostienen que Yadier Pedroso siempre debió ubicarse a la cabeza de los abridores.
E inclusive, hay un grupo que dice -la expresión es trivial, pero es de Silvio- que el cuerpo técnico siguió la (internacionalmente superada) línea de otorgar preponderancia a las preocupaciones defensivas a la hora de confeccionar el line up.
Al final, queda Urquiola en la mira. En el ojo de los huracanes, como antes -desde Sydney 2000- estuvieron Servio Borges, Higinio, Pacheco, Anglada, Lombillo, Martín… Un largo etcétera al que ahora suma su nombre el pinareño. Y voy a discrepar: yo no lo culpo a él por el revés en los Panamericanos. Ni tampoco por el fracaso previo en la Copa del Mundo.
Cierto es que no siempre he concordado con las decisiones de Urquiola. He escrito y dicho de manera pública que hacían falta un par de torpederos en lugar de tres catchers. Y que sobraban pitchers. Y que el mejor serpentinero del momento, Pedroso, tenía que ser la primera carta del staff. Sin embargo, no fue por esos conductos que el agua entró en el coco…
Si estas fueran derrotas aisladas -como las de Winnipeg ‘67 o Edmonton ‘81-, valdría la pena hacer un análisis puntual de sus causas. Pero tal no es el caso. Se trata de la continuidad de una seguidilla que ha golpeado muy hondo en el orgullo nacional, y muy poco favor le haríamos al sentido común si no vamos a la raíz de la dolencia.
Lo más fácil es poner la responsabilidad en los hombros de Urquiola, como mismo se hizo anteriormente con sus antecesores en el puesto. Voto en contra: la culpa -por lo menos el mayor porcentaje de culpa- no ha sido de ellos, sino del imperante y obsoleto modo de ver y organizar nuestra pelota.
Es momento de hacer cambios. Transformaciones que deriven en el reencuentro con la ruta que inmortalizó a nuestra pelota, y le den la apariencia moderna que advertimos, por ejemplo, en las escuadras japonesas ganadoras de las dos ediciones del Clásico Mundial.
Entre otras urgencias, necesitamos una Serie Nacional con menos convidados. No con más, como acontecerá a partir del próximo noviembre. Es preciso concentrar la calidad, para que cada día el bateador enfrente a lanzadores de la media hacia arriba, y viceversa. Bastaría, a mi modo de ver, con seis equipos.
Necesitamos una Liga de Desarrollo que se juegue simultáneamente con el torneo elite, para que haya presión sobre los unos y motivación para los otros.
Necesitamos reinsertarnos en la Serie del Caribe, un escenario donde siempre inspiramos, más que respeto, miedo. Ese, y no el Interpuertos de Rotterdam, es el tipo de termómetro que requieren nuestros peloteros.
Necesitamos insistir en la gestión de topes contra buenos clubes profesionales de América y de Asia. Como diría el viejo Perogrullo, cinco duelos contra los Gigantes de Yomiuri pueden ser mucho más provechosos que un campeonato centroamericano a doble vuelta.
Necesitamos incrementar el interés por estudiar los sistemas de juego y las particularidades técnico-tácticas de circuitos poderosos, ya sean las Grandes Ligas estadounidenses o las de Japón. Está claro: ningún daño puede hacernos la humildad.
Necesitamos explorar mecanismos para que nuestras principales figuras no alcancen tan rápidamente su techo competitivo, y sea posible que participen durante algún período del año en certámenes domésticos foráneos de primera calidad. El de Venezuela se me antoja una opción excelente.
En resumen, hacen falta reformas, y no hay que tener miedo a implementarlas. Se requiere un modelo de desarrollo desde la base para que, una vez en el máximo nivel, el pelotero domine cada secreto del deporte, da igual si los movimientos en la tabla de lanzar o los imprescindibles ajustes en cada comparecencia al home plate.
Y más vale que lo hagamos ahora, porque mañana ya podría ser tarde. No señor. Yo no creo que gocemos de excelente salud en el béisbol, que no sucede nada, y que los holandeses de la Copa tenían mucho teamwork, o que el equipo norteamericano de Guadalajara estaba lleno de jugadores Triple A. Sinceramente, todo eso me huele a justificación barata.
El problema es de fondo. El problema no es Alfonso Urquiola. El problema es un fastidioso inmovilismo que nos ha estancado la pelota, hasta el punto de que Alemania nos ofrece batalla en el terreno. Y yo pregunto: si nuestra economía decidió actualizarse e introdujo una serie de cambios que flexibilizaron su desenvolvimiento, ¿por qué el béisbol no puede? ¿Será que la pelota ha sido condenada a la inacción?
(Tomado de cubadebate.cu)
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